martes, 10 de diciembre de 2013

Tzilacatzin, el último reducto

                                                                                            Foto vía forosperu.net



Por: Erik Castillo Cadena


Destacado como un fiero combatiente en los relatos indigenistas recopilados por el historiador y antropólogo mexicano Miguel León Portilla en su libro “La visión de los vencidos”, el guerrero de orden otomí, Tzilacatzin, fue uno de los pocos mexicas que no se doblegó ante el asedio militar español durante la conquista de la Gran Tenochtitlan.


El soldado ibérico Bernal Díaz del Castillo y Fray Bernardino de Sahagún contaban que su fortaleza y valor era tal que en más de una ocasión provocó la retirada del ejército español pues causaba temor al tornarse un fantasma infranqueable ante las ballestas de ejército de Cortés.


El Último Reducto.


Un relato popular acerca de las hazañas del valiente guerrero mexica cuenta que …”en muchos de los lances de las armas tenochcas a las de Castilla y las de sus aliados tlaxcaltecas y huejotzingas, como atestigua el Codex Florentino, el alma de la defensa de la Gran Tenochtitlan fue Tzilacatzin, llamado el Otomí por su fiereza.


Hicieron brecha los invasores en Nonohualco, ya flaqueaba la defensa, habían caído muchos guerreros, se teñía de sangre la laguna.


Alertado, se presentó ahí Tzilacatzin con dos guerreros más: Tzoyectzin y Temoctzin, se abalanzaron sobre el enemigo. La hazaña de esos tres guerreros no la borrarán los siglos.


Se vieron las macanas de los tres guerreros cubiertas de sangre y de sesos,  subir y caer sin compasión sobre las cabezas del enemigo.


Tal como Aquiles buscó a Héctor ante Troya, Tzilacatzin buscaba al Malinche (Cortés) retándolo. “¿Dónde estáis Malinche? ¡Dame la cara!” gritaba el guerrero.


Vio Tzilacatzin a un capitán español montado a caballo, se abrió paso el guerrero matando sin misericordia.

El español lo vio y adivinó en él al ángel de la muerte. Gritando “¡Santiago!” el jinete espoleó y le echó encima su corcel, de un solo golpe Tzilacatzin tumbó al caballo, luego le asesto tal macanazo en la cara al jinete que cabeza y yelmo rodaron.

Horrorizados los españoles y sus indios aliados huyeron en desbandada, pero ¡oh dioses ingratos!, el jinete caído no era Cortés. Así quedaron solos en la brecha los tres guerreros, indómitos, de pie.


Al amanecer del día siguiente, los rayos del sol cayeron sobre las cabezas equinas y de Castilla que adornaban los altares de los dioses.


Cayó Tenochtitlan y el emperador fue hecho prisionero, pero las murallas de Tlatelolco, el último reducto, seguían en pie, con Tzilacatzin entre sus defensores.


Les dijo el guerrero a los tlatelolcas: “¡Gran honor es tener por mortaja la ciudad de nuestros padres y abuelos!” Y así aguardaron serenos el último asalto del invasor”…


Ningún documento histórico da fe de la muerte de tan bravo guerrero, por lo que se piensa que no sucumbió ante la corona española y que logró escapar con vida de la conquista a su pueblo.

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